Hemos sucumbido a las modas, a la dictadura del consumismo, a no opinar por miedo a la crítica, a beber lo mismo que el resto para no destacar y a vestir como las masas.
Mírenos desde arriba: tenemos el mismo teléfono móvil, de la marca que nos une al rebaño, e idéntica dependencia del mismo, colgamos nuestra apostada felicidad en idénticos foros y descubrimos con fingida sorpresa que nuestros intereses son los mismos que los del resto de nuestros nuevos o viejos amigos. Porque esa es otra, entre gintonic de ginebras impronunciables en los que nadan decenas de frutas y vinos de denominación de origen, descubrimos de pronto que estamos leyendo el mismo libro sugerido por idéntica gurú, vamos al mismo centro de pilates y estamos planeando hacer un viaje exactamente igual que el resto de nuestros amigos. Nos hemos diluido entre tanto mensaje publicitario explícito u oculto y nuestro cerebro se ha derretido ante la sobrestimulación. Dicen los expertos que en solo 15 años habremos perdido 4 segundos de capacidad de atención, porque los humanos no estamos listos para la multitarea.
Por dónde iba… Disculpen, pero mientras escribía estas letras me han entrado seis correos electrónicos a mis tres cuentas de email y me han llegado nueve whatsapp de clientes, amigos y grupos… ¡Ah, sí! Estaba escribiendo algo sobre la dificultad de concentrarnos si hacemos varias cosas a la vez, ¿verdad? ¡Qué tontería, si soy una mujer, todos sabemos que podemos leer una revista, estar atentas a la televisión y a lo que nos dicen, mientras contamos el tiempo que queda para que la olla a presión pite! ¡Y un rábano! Seamos humildes y sinceras, esas cualidades que nuestros idénticos egos han fagocitado: es absolutamente imposible centrarse en dos o tres acciones al mismo tiempo. Entonces, ¿por qué lo hacemos?
La realidad es que nos rendimos ante cualquier estímulo que nos premie o nos sorprenda. Conseguir nuevos “me gusta” en Facebook, un contacto interesante en LinkedIn, un chiste del colega de turno, una petición de reunión urgente… Cada vez que nuestro cerebro cambia de tarea recibe una recompensa química. ¿Es este un círculo vicioso del que no podemos escapar? Un amigo mío lo ha denominado “estrés notificacional” y nos lleva a cruzar pasos de cebra sin mirar a los lados, a compartir mesa en restaurantes sin prestar atención a nuestros acompañantes, a escuchar la tele mientras miramos la pantalla del teléfono y a ver pasar la vida con los ojos cubiertos, como el caballo que se enfrenta al toro con un maléfico picador sobre su lomo.
No entiendan esto como una crítica, soy parte física y vibrante de esta amalgama de borregos en la que nos hemos convertido, aunque tal vez el hecho de asumir que lo somos nos haga un poco distintos y nos salve la vida. Como el actor protagonista de “El Show de Truman”, quien tras saber que su vida era una farsa cambió el final y, lo más importante, el curso de la película.
El sometimiento al que hemos claudicado bajo la falsa creencia de que es gratis y nos ayuda a estar conectados, cuando la palabra es controlados, no para de crecer. El CIS nos ha sorprendido con un análisis del uso de WhatsApp entre la población española que subraya que el 100% de los jóvenes menores de 25 años tienen esta aplicación de la que es usuario el 97% de quienes rozan los 35 años y el 90% de los que se asoman a los 45. Dentro de una década, si continuamos con esta infoxicación, es muy probable que se incrementen los casos de estrés y de sensación de control que ya detectan e intentan mitigar muchos coach, los nuevos psicólogos que buscan devolvernos la cordura de esta locura de nueva era.
Salgan de sus cuerpos, mírense con objetividad. Nuestros cerebros consumen el 20% de la energía del cuerpo y deben economizar para sobrevivir en un momento en el que la sociedad nos insta a escuchar, a ser más empáticos, a no juzgar, a tener más paciencia, a mimar nuestro lenguaje corporal, a ser más simpáticos…
Un mensaje antagónico al momento vital en el que la adicción a los móviles nos aparta más que nunca del resto de nuestros congéneres y el trabajo nos impide perder el tiempo con ganas como hacíamos antes. Porque precisamente eso es de lo que se alimenta, de nuestro tiempo. En mi caso, mi coach, porque ya les he dicho que soy parte de este ovillo confuso y enredado de las modas, me ha invitado a hacer esta reflexión y a liberarme de este confuso costumbrismo. Al revés de lo que marcan los dictámenes de lo “correcto” ella me ha enseñado a decir “no” sin miedo, a apartar la culpa y a recordar el texto del papel protagonista de mi vida.
No les pido que dejen de jugar a esta obra en la que todos hacemos un personaje, solamente a que se rebelen un poco contra ella. Hoy no hagan la cama, dejen los cacharros sin fregar, no queden con alguien si no les apetece, dejen el teléfono a un lado, no contesten nada del trabajo durante el fin de semana y lean un buen libro o, simplemente, no hagan nada. Permítanse aburrirse un rato o liarse la manta a la cabeza aunque sea domingo por la noche y mañana tengamos que trabajar. Yo lo hice la semana pasada y les aseguro que el mundo siguió en su sitio. No piensen tanto y rechacen aquello que no quieran hacer, no se puede quedar bien con todo el mundo y a veces hay que elegir entre nosotros o los demás. Pídanse un ron cola por los buenos tiempos. Dejen el teléfono en casa y saquen un hueco para ser ustedes mismos. Demuestren que no estamos perdidos.
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