Las mujeres sufrimos una dicotomía diaria que nos lleva a dudar de la supuesta liberación que hemos logrado en este extraño siglo, en el que reivindicamos que somos iguales a los hombres a la vez que defendemos nuestras diferencias. Las cosas deberían ser más sencillas, más naturales y menos superficiales, pero parece que la sociedad nos arrastra a comportarnos como si tuviésemos varias personalidades luchando entre sí para destacar. No se puede tener dos hijos, una carrera de éxito, ir al gimnasio dos horas al día para estar en forma, quedar con las amigas todas las tardes, disfrutar de un buen libro a la semana, ir al mercado para comer sano, disfrutar de la familia, de la playa y de la vida. Tenemos que escoger sin miedo, sin presión y con coherencia qué queremos y qué no queremos ser. Debemos elegir por nosotras mismas, porque si pretendemos sacar un sobresaliente en cada una de las asignaturas a las que nos apuntamos, al final es probable que abandonemos la carrera.
El feminismo impostado nos lleva a comportarnos en ocasiones de forma tan primitiva como los machistas más recalcitrantes, imponiendo una vuelta a los orígenes difícil de alcanzar en una época sumida en el estrés, en las jornadas laborales de 12 horas y en este extraño movimiento digital que nos lleva a ser esclavas del correo electrónico y del WatsApp. Las mujeres tenemos además la culpa muy arraigada y nos descorazona defraudar a los demás, de ahí que nos sintamos malas: malas hijas, malas madres, malas amigas, malas compañeras, malas ciudadanas… y no lo somos. ¡Repetid conmigo! ¡No somos malas! ¡Tampoco somos buenas! Simplemente somos personas normales, imperfectamente maravillosas, que intentan jugar a esta partida que es la vida lo mejor que pueden. Somos diferentes a los hombres físicamente, sufrimos cada mes un periodo que nos lleva a estar cansadas, a tener dolor e incluso a padecer mareos y lo escondemos, hacemos como que no existe para no mostrar debilidad. Somos nosotras las que nos quedamos embazadas, parimos, damos el pecho y hormonalmente estamos predispuestas a hacer de la maternidad algo nuestro. ¿Y qué pasa, cuál es el problema a la hora de reconocer una realidad animal innata?
La presión a la que estamos sometidas para apagar nuestras alarmas, nos va minando poco a poco hasta convertirnos en una masa homogénea carente de personalidad. Internet, la publicidad, la televisión y nuestro entorno social nos susurran al oído que debemos estar a la moda, ser las mejores madres, las más inteligentes y brillantes en nuestros campos, las parejas más divertidas y comprensivas, tener una casa de anuncio y disfrutar de las mejores terapeutas del mundo: las amigas. No dejemos que esta dictadura de la perfección falsa a modo de muro de Instagram nos ahogue. Vamos a bajarnos juntas de este tren que solo lleva a un destino: la frustración.
Cuando se tienen demasiadas metas, se llega tarde a todas.
Yo conozco un transporte mucho más seguro y directo: la felicidad. ¿Sabéis cuál es el peaje? Saber decir “no” cuando toca y elegir con criterio.
La dicotomía de la que les hablo queda patente en las entrevistas que podemos ver o leer a diario a pensadoras, dirigentes políticas o actrices, a quienes, además de medirse por su talento, se juzga por su físico o hábitos, con preguntas que jamás se le harían a un hombre. ¿Quién cocina en su casa? ¿Es usted una seguidora de la moda? ¿Su hogar tiene un vestidor donde guardar su colección de bolsos o de zapatos? ¿Qué opina de la cirugía estética? ¿Cómo concilia la vida familiar con la laboral? Y la pregunta más salvaje: ¿Se considera usted una mala madre?
Los movimientos que han nacido para dar un golpe en la mesa y rebelarse contra todas estas sandeces como el Club de las Malas Madres, son necesarios para permitirnos parar, pensar, reírnos de nosotras mismas y recordar que no hemos firmado ningún documento que nos obligue a ser perfectas. Emular el modelo maternal de nuestras madres y abuelas, entregadas al 100 por ciento a la crianza de sus hijos, abnegadas y limitadas en muchos casos por una educación sexista, buscando a su vez ascender laboralmente, escalar socialmente y despuntar físicamente, es una quimera que pone en peligro a nuestro sistema anímico.
Permítanme con este artículo reivindicar la verdadera igualdad, que no es otra que la libertad de decidir. No somos malas personas, ni somos egoístas, si decidimos no tener hijos, si escogemos otra vida, o si no podemos visitar a la familia, ni atender a todas nuestras amistades como ellos quisieran. No estamos locas si decidimos lo contrario, centrarnos en ellos y ser felices con menos. Tener carácter no es malo, lo grotesco que tener mal carácter, y decir “no” es la manera más honesta de afirmar que cuando dices “sí” eres sincero. Cuidarse no es buscar un cuerpo de modelo, y sentirse realizado no supone sacrificarlo todo por un trabajo.
Con este artículo quiero dar la bienvenida a mi club, al de las verdaderas amigas, a todas las mujeres que como yo defienden que son ellas quienes escogen quiénes quieren ser y no claudican ante lo que los demás esperan. Bienvenidas a un Club selecto, feliz y coherente en el que nadie critica a nadie por decidir no ser madre o por decidir tener una prole, por escoger el tiempo como el bien más valioso o por invertirlo en los lugares donde estime conveniente. Bienvenidas a un Club en el que las amigas lo siguen siendo, aunque pasen tres meses sin verse o no puedan llamarse todos los días. Bienvenidas a un Club en el que tener pareja es sumar y no restar, y una elección siempre feliz y certera. Aquí sí somos iguales, sí somos nosotras mismas y sobre todo, sí somos libres.
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