Estos días estoy sufriendo un “Déjà vu” tras otro. Juraría que Esperanza Aguirre ya había dimitido entre sollozos, hubiera prometido que Nacho Rodrigo ya estaba en la cárcel, (o tal vez era su hermano Pablo…), y que ese caso nuevo de corrupción que se acaba de desentrañar ya había copado titulares. Me hubiese atrevido a asegurar que algún responsable del Estado ya nos había visitado para hablar del Parador de Ibiza y sin decir nada en claro sobre su futuro, que Pedro Sánchez ya se había paseado por nuestras calles, y que la isla ya había sido calificada un verano más como el lugar más caro de España donde encontrar casa era una auténtica “Misión Imposible”. Llevo semanas sintiendo que cada pequeña cosa que ocurre ya ha sucedido y creyendo por ende que tengo poderes mágicos y soy capaz de vaticinar el futuro, aunque probablemente el problema redunde es que este es demasiado predictible. El sentido común no existe y cada vez tenemos más ganas de poner “velas negras” a quienes nos hacen sentir tontos de remate. Como les decía un “Déjà vu” tras otro. Es mejor calificarlo así que asumir que nos toman el pelo con demasiada frecuencia y que tenemos demasiada tenencia a poner la otra mejilla.
El problema de esta sensación extraña que me lleva a creer que lo que ocurre ya me había pasado antes, viene de lejos. Tal vez se deba a la curiosa virtud que atesoro y que me lleva a retener en la memoria datos o historias que no sirven para nada. Soy capaz de recordar perfectamente dónde compré una prenda de ropa hace 20 años y cuánto me costó, el color de las gafas de mi mejor amiga el primer día que la vi, las palabras dulces que me dijo aquel chico en un parque a la temprana edad de 13 años o las notas de todas las canciones que me enseñaron a tocar en flauta en el colegio y, sin embargo, soy incapaz de retener el teléfono móvil de mi novio en la memoria. Memoria selectiva de Diógenes le llamo yo. En algunos casos esta “virtud” me permite repetir textualmente problemas, nombres, historias o reflexiones de aquellas personas a las que aprecio y que me contaron en secreto hace siglos, aseverar a qué hora y minuto exacto remití un email, letras de canciones de las cuáles me avergüenzo, todos los diálogos de las películas de Marisol, o cuántas veces he dado una instrucción en el trabajo. Mis compañeras afirman que doy miedo ante tanta precisión, aunque, en realidad, no es algo a lo que saque demasiado rédito. En ocasiones se me juntan los sueños, con los pensamientos y recuerdos para dar paso a un cóctel de locura transitoria en el que me emborracho de ideas sin saber cuáles son reales y cuáles ficticias. Ahora mismo no sé si este artículo ya lo había escrito antes, si este instante de cansancio y tedio ya lo había vivido o si cada preludio de mayo es siempre tan estresante, pendenciero y complejo. En fin, tengo la esperanza de que al menos no acabe tirando la toalla entre lágrimas de cocodrilo ante un edificio que espera ser rehabilitado y revivido. Hoy no es un domingo cualquiera, piénselo, esta lectura ante un periódico y un café les resulta familiar. Este es un “Déjà vu” compartido.
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