Antes que el recuerdo del primer beso, algunas veces robado, oscuro y correoso, está el de la primera croqueta. Son muchos los que enarbolan el primer amor como el auténtico, el verdadero, y hay quienes afirman que el resto son solo para olvidar, cuando en muchos casos este no es más que el destello pueril de las primeras sensaciones cautivas de un cuerpo que despierta. Mis primeros recuerdos felices huelen a bizcocho casero, a pimientos rellenos de carne con bechamel, a pastel de espinacas, a arroz de chorizo y pollo y a croquetas caseras. Mis primeros instantes de amor puro nacieron en el regazo de mi padre descubriendo mi primer trozo de queso fuerte, mi primera torrija y mi primer torrezno frito. La sensación de descubrir nuevos sabores a su lado, compartir un instante adulto a pesar de no tener dientes, se grabó a fuego en mi imaginario mucho más que el primer ósculo en una discoteca de Benidorm en la que no tenía edad para entrar y de la que salí aterrada. ¡Qué horrendos son los primeros besos con quien no quieres, no sabes y no debes y qué tiernos fueron los abrazos de mi hermano mayor tras amenazar de muerte a aquel pobre belga! Lo mejor de aquella noche en la que aprendí lo que era una “cobra”, para futuras ocasiones, y a ser una borde para evitar tener que hacerla, fue el perrito caliente que compartí con mis hermanos tras la bronca merecida por separarme de ellos. En aquellas vacaciones se acabaron para mí las salidas nocturnas, por el trauma, y me centré en jugar a las palas, nadar en la piscina y en la playa, e hincharme a chopitos, tortilla de patata y, como no, a croquetas, esos medicamentos mágicos de mi madre que todo lo curaban y curan, para olvidarme del impacto.
Antes que el primer beso, mi memoria viaja a una bandeja de jamón ibérico y restos de cocido destinados a convertirse en decenas de croquetas. El momento más romántico de mis primeros años viaja en un avión que es una cuchara con la que hacía barcos mermando su tamaño. El mismo trayecto a escondidas a la cocina que hacía yo cobraba vida en las manos y bocas de mis hermanos, sin saber que mi madre nos observaba divertida, con el doble de contenido preparado auspiciando nuestros hurtos.
Antes de aquel primer pico secuestrado en una discoteca, mi mente evoca el aroma que llegaba desde la calle de los postres de mi madre. Llamar al timbre, correr soñando con que aquel delicioso olor procediese de mi casa y entrar triunfante al comprobar el premio. Eso sí, antes debía merendar media barra de pan con el embutido que tocase, acabar los deberes y cantar con Espinete.
Por eso, por delante de los amores de hoy, los verdaderos, porque son los que nos hacen vibrar en este presente que es lo único que tenemos, sean los primeros, los segundos, los terceros o los duodécimos, está otro amor que todo lo inunda: el de la cocina de nuestras madres. Puede que no sean las mejores técnicamente, que alguien las supere objetivamente, pero ellas sí que fueron las primeras y eso las hace las más auténticas. Hoy siguen haciendo que en nuestra tripa bailen mariposas mientras salivamos al verlas cocinarnos con el mismo amor, afecto y entrega que hace 20, 30 o 40 años como si nadie más lo hiciese y, por eso, lamentándolo mucho, y digan lo que digan, no hay croquetas como las de mi madre en mi caso, y entiendo que como las de la suya si me está leyendo. El hecho de que ahora sea intolerante a la lactosa y no pueda comerlas en la mayoría de los restaurante o casas, salvo en Sa Brisa donde tienen una variedad de Bullit de Peix que puedo comer sin miedo a que contenga leche (gracias Pere, Esther y Gonzalo), no quita valía y calidad a las que da vida la madre que me parió. Estos días tengo la suerte de tenerla en mi casa, aquí en Ibiza a mi vera y, aunque ahora soy yo la que cocina ahora para ella, la que la mima, la cuida y le concede caprichos, a día de hoy ya tengo el congelador lleno de viandas de toda la vida que en sus manos cobran magia y me llevarán al cielo los próximos meses. Así, cuando la añore, cuando necesite recordar lo que es sentirse protegida, abrazada y querida, abriré una de esas bolsitas, me freiré dos croquetas y arreglaré el mundo, porque si sus besos curaban heridas, no se imaginan de lo que son capaces sus recetas.
Podremos discutir sobre muchas cosas: sobre política, sobre literatura, sobre física, tendencias o moda, pero les aseguro que hay un tema ante el que jamás claudicaré digan lo que diga y se pongan como se pongan: no hay nadie en el mundo que haga las croquetas como mi madre.
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