La frase que más le duele es: “tuviste que ser muy guapa de joven”, cuando ella siente en su pulso el latido de esa chica que hacía girarse hasta a las paredes. Hay quienes se reflejan en sus ojos verdes y ven de pronto a aquella mujer que desmayaba almas y llenaba salas vacías para, acto seguido, tratarla de nuevo como un fantasma de su propio cuerpo. La palabra que más le aterra es “cumpleaños”. Ver cómo un número más se le cae encima con tanta fuerza que la va haciendo pequeña, frágil y delgada, comiéndose sus sueños y sus curvas, y cubriéndole la mirada de una capa de lágrimas que se derraman tan deprisa y con tanta fuerza que no le rozan ya ni la cara. Dice que cuando envejeces ya no ves hacia delante, la palabra futuro deja de existir y no es más que un yugo que hace daño. Dice que a su edad camina ya con la cabeza girada hacia atrás y que el rostro que le devuelve los buenos o malos días por las mañanas no es el suyo, que es de otra. Una vez la escuché hablar con envidia de quienes pierden la cabeza y no tienen que ser espectadores de su propia decadencia, público de su caída y pasajeros del tren de su marcha. La frase que más le duele solo hace mención al deseo que despertaba, y por mucho que intento explicarle que la belleza nace de dentro, que se transparenta en todas las pieles, que hace cerrar los ojos para saborear una voz entonada, un aroma a inteligencia y una compañía serena y clara, ella no me escucha y me acusa de hablar desde la juventud que me enmaraña.
A mí lo que me parte el alma es no poder convencerla; ser incapaz de explicarle que del mismo modo que el amor evoluciona y pasa de ser un enjambre de mariposas cosidas a la tripa a unas alas de libertad que nos elevan desde la espalda, la belleza también se vislumbra en aristas diferentes con esos años a los que tiene tanto miedo y que debería beberse de un trago. Yo no volvería jamás a los 15 años, a pesar de ese cuerpo apretado y firme que no apreciaba, porque, aunque fui muy feliz, también reconozco que tenía tanto ruido dentro que en aquella piel nunca estuve a gusto. Tampoco regresaría a los 25, cuando tenía que demostrarlo todo, poner cada virtud en alza y hacerme valedora de cada logro, cuando parecía que la falta de edad me hacía menos lista.
En nuestras conversaciones, cada vez más espaciadas porque ya le da pereza hasta la dialéctica, le pregunto si no se ha sentido plena en cada etapa de su vida y si no espera curiosa la siguiente para ver qué le depara. En esos instantes me mira con dureza, como si fuese de otro planeta, y me calla con peroratas sobre lo mal que está el mundo y cómo se ha perdido el respeto por todo. Yo no me atrevo a decirle que solamente en esos casos es cuando refleja ese peso de los años que la ahoga. Ella afirma que para mí es fácil hablar, que me espera al otro lado de la silla cuando me cubra una década o dos más y comience a sentir la decadencia, el olor a edad y medicinas y las manos y las caderas rotas. Entonces le cojo de la cara, la miro muy fijamente e intento bucear dentro para llenarla de vida, pero algunos días no me deja.
Ni la lectura le sacia, ni los baños en el mar, ya ni los tratamientos de belleza e ir de compras. Dice que los postres le saben amargos y el vino agriado y que se siente como una superheroína a la que le han quitado los poderes y la capa.
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