Nosotros, los que sentamos el pulso de la actualidad y de las verdades, aunque para algunos sean a medias o tengan un color u otro, también lloramos. Nosotros, los que damos noticias, cruzamos trincheras y somos el altavoz de dolores y alegrías, sentimos, latimos y vibramos con las emociones ajenas. Nosotros también hemos sido un mar de lágrimas retransmitiendo el peor desenlace del mundo: el asesinato de un pececillo a manos de su madrasta, como en el peor cuento de nuestra infancia, y en muchos casos nos hemos visto obligados, como oscuros narradores, a elevar las preguntas que no debíamos o que no deseábamos interpelar.
A nosotros tampoco nos gusta hacer amarillismo, apostarnos en la puerta de unos padres rotos ni ver cómo nuestros titulares se vuelven tendenciosos a la luz de nuestros editores. Muchos nos hemos visto obligados a “hacer la calle” con las directrices que nos han marcado, porque no somos sino simples cronistas de la vida.
La primera vez que tuve que cubrir un accidente múltiple en el que había fallecido una familia al completo llegué a mi casa jurando que nunca más haría algo así. Llamé a un timbre que me devolvió un quejido roto y vi cómo una mujer me abría la puerta y respondía a mis preguntas como si yo fuese una ensoñación y todo aquello no le estuviese pasando. Al rato me echó, dándose cuenta de que yo nada tenía que ver con su duelo. Me disculpé cien veces y odié escribir aquella noticia, poniendo sentimientos a un dolor que era obvio. No era necesario hurgar en su herida entonces y no lo es ahora, aunque en algunos casos tengamos que obedecer órdenes de “arriba” escudadas en audiencias. Un año después me estrené en nacional con una crónica desde la emisora de radio en la que hacía mis prácticas para relatar, con detalle, el deceso de una veintena de niños que acudían a un campamento de verano al que nunca llegaron. De nuevo mis palabras fueron un cilicio que me raspó la conciencia y laceró una vocación que comenzaba a mostrarse más agria que dulce.
Fue en 2009, entrevistando en Ibiza a Juan Antonio, el padre de Mari Luz Cortés, la niña que fue asesinada solo un año antes por el pederasta Santiago del Valle, cuando no pude evitar que mi garganta crujiese y se me enredasen las palabras. En aquel caso era él quien recorría España en un autobús buscando recabar firmas para encrudecer las penas para quienes cometiesen actos tan brutales y, al menos, no me sentí como una ladrona de penas. El ofrecimiento de su relato era sincero y venía de su parte. Cuando le pregunté de dónde sacaba la fuerza para emprender aquella gesta, su respuesta me dejó sin habla y me provocó un sollozo frío: “Yo no sé si tú tienes hijos, pero lo hago para que ellos puedan bajar sin miedo a por una bolsa de gusanitos y volver a tus brazos, para que no tengan miedo y para que tú no pases por lo que yo estoy sufriendo”. Les aseguro que cada vez que recuerdo aquella frase un escalofrío azul se me engancha a la espalda, el mismo que me ha llevado a no querer estar en esa tesitura.
Estos días viendo peces de colores recorriendo un país, a familias enteras rogando que el pequeño Gabriel apareciera y a unas personas buenas, maravillosas y llenas de amor suplicando que les devolviesen a su niño, he vuelto a recordar a Juan Antonio Cortés y a rezar a ese Dios que no es el mío por si sonaba la flauta y su historia tenía un final feliz. Estos días he llorado mucho por esas personas nobles, por el hijo que hubiese sido una gran persona porque quería ser como ellos, por su mensaje ausente de odio y de rabia, por el racismo y la ira que ha provocado en los que claman el “ojo por ojo” y por Juan Antonio, que ha llorado de nuevo abrazado a ellos porque su victoria hubiese sido la de todos.
Yo no sé qué puede llevar a alguien a terminar con la vida de otra persona, y mucho menos de un inocente niño, pero me quiero quedar con el mensaje de amor de unos padres que, aunque ya no podrán volver a abrazar a sus pequeños, siguen dando las gracias, ofreciendo sus manos y sintiéndose afortunados por haberlos tenido.
Por mi parte me disculpo como parte de estos cronistas que algunas veces no sabemos cuándo apagar los micros, que nos comemos nuestras lágrimas enarbolando nuestra obligación de informar, como si por ello salvásemos vidas. Perdón por las veces en las que nos cambia el color de las noticias y nos salen rosas o amarillas en vez de blancas, y gracias por las lecciones de vida que nos dan los auténticos héroes de este mundo.
Sigue nadando “pececillo”, una princesa llena de “Luz” te enseñará el camino de los auténticos ángeles.
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