Lo reconozco: yo también copié. Y no una, sino varias veces. La más grave, la que me atormenta con mayor ahínco a pesar de los años, me atrevo a confesarla ahora que aquel grave delito ha prescrito. Por eso, hoy les confieso públicamente que no obtuve mi título de inglés limpiamente. Sé que al desvelar este secreto que mancha mi currículum nunca podré entrar en política, pero como no ocurrirá tal cosa, porque del mismo modo que no tengo vocación para tener hijos tampoco se alberga en mí el instinto animal preciso para participar en la vida pública, hoy entono el mea culpa.
En estos días en los que todos tiran piedras contra los que han mentido, falseado, engordado u obtenido titulaciones sin seguir los cauces correctos, me gustaría que todos hiciésemos un ejercicio de autocrítica y de empatía. En mi caso les confieso que, además de esta mancha en mi expediente, también hice uso en el instituto de “chuletas”, fui experta en lacerar bolígrafos BIC, en crear pequeños resúmenes con letra microscópica que malvivían en estuches o en gomas de borrar, y que llegué a sonarme en pañuelos con más texto que El Quijote. Nunca me he jactado de tener un máster del universo, con letra pequeña, ni un doctorado, y, mucho menos, de engrosar dos carreras sin haber pasado del bachillerato, como los Cifuentes, Montón, Casado, Rivera o Puigdemont de turno, pero sí reconozco que el hallazgo en su día de “El Rincón del Vago” me arregló la vida y me sirvió para cometer pequeños plagios en trabajos rutinarios de clase. Como les digo, no seré yo quien lapide a los pícaros de barrio que, como una servidora, han leído mucho a los clásicos y han aprendido de las tretas patrias. En este sentido he de reconocerles que considero mucho más demoledores y lacerantes la corrupción y la malversación de fondos de nuestras arcas, y que si fulano o mengano se ha tirado flores de otros jardines me la refanfinfla bastante. Estas cantinelas no son nuevas y me recuerdan, con total simpleza, a esas vecinas que cuando yo era pequeña aseguraban que sus hijos estaban terminando sus estudios, cuando todos sabíamos que nunca pasaron de primero.
En el caso que les relato, y que hace referencia a mi indigno diploma del First Certificate in English, reconozco que por suerte divina tuve acceso al examen final y pude memorizar las distintas pruebas de las que se componía. Los remordimientos me reconcomen todavía, colándose en mis sueños, y muchas noches me devuelven a Valladolid para obligarme a repetir todos los test de un idioma que nunca he dominado. Así, aproximadamente cada 15 días o cada mes, depende de mi estado de ánimo, regreso a mi último piso de estudiante, puedo incluso oler aquel portal, aquella habitación, la despensa de esa cocina, sentir el tacto de aquella horrenda cortina de baño y el tufo de un ascensor poco aseado. Mis comezones recrean cada escena con demasiada precisión, como en “El Perfume” de Patrick Süskind, devolviéndome sensaciones, vergüenzas caducas y recuerdos.
Cuando me despierto mi conciencia evoca aquel lastre con el que cargo, y dialogo con aquella tramposa que sabe que nunca hubiese aprobado por sí misma y que reconoce que volvería a aprovecharse de aquel golpe de fortuna.
Sigo pensando que en nuestro país tenemos una enfermedad que se llama “titulitis”; un efecto secundario de los coletazos de una dictadura y de una transición que mostraban las carreras universitarias como la salida digna de la pobreza de bolsillo y de espíritu. El picor que nos producen aquellos tiempos, padecidos por nuestros padres y abuelos y que realmente nunca hemos sufrido, hace que nos rasquemos el bolsillo persiguiendo diplomas para salir de las estrecheces de un mercado laboral incierto en el que nada es como nos habían contado. Somos una generación altamente cualificada y preparada que sin embargo debe asumir que tendrá un futuro menos acomodado que su pasado. Ingenieros, arquitectos, abogados o periodistas, sirven cafés en Inglaterra o Alemania, creyendo que por mejorar su idioma cambiarán sus vidas, mientras remueven sus frustraciones con una cuchara de palo heredada de un pastel de licenciaturas del que somos demasiados los que comemos. Estudiar es algo que debemos hacer toda la vida para dicha y gozo propio, algo que no nos enseñan en los colegios, donde nos obligan a competir, a correr y se olvidan de inocularnos el placer de aprender, convirtiéndonos así en personas insatisfechas de por vida.
Lamento haber copiado en aquel examen de inglés, por supuesto, y no estoy orgullosa de ello, aunque les confieso que ya me estoy acostumbrando a esas pesadillas juveniles que me recuerdan la persona insegura que era y me devuelven a un presente en el que soy quien soñé ser. Porque en la vida lo que al final cuenta no son los títulos que amontonamos en carpetas, sino la valía que demostramos cada día y el desempeño ético y deontológico de nuestras profesiones, sean las que sean.
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