Cuando la RAE acuñó la definición de feminismo en 1914 como una nueva palabra, su significado era muy distinto al que exhibe hoy. Entonces no era “el principio de igualdad de derechos de la mujer y del hombre” que desde su revisión en 2017 muchos enarbolamos, sino “la doctrina social que concede a la mujer capacidad y derechos reservados hasta ahora a los hombres”.
La encomiable labor que han hecho nuestras predecesoras para lograr que una misma palabra evolucione de esta manera en un siglo ha sido abrumadora. Ellas, con su lucha para acceder a derechos “inconcebibles” como el voto, la independencia, el divorcio, acceder a una educación y, en esencia, ser simple y llanamente libres, son a quienes debemos el respeto y la evolución final de cada una de sus letras, porque su tesón ha sido el que nos ha permitido dejar de reclamar leyes, donde hoy ya no vemos diferencias, para defender una igualdad que se debe plasmar ahora en todos los prismas. Puede que dentro de 50 años esta palabra signifique otra cosa y espero que las mujeres del futuro miren hacia atrás, lean libros de historia, repasen a los clásicos, y analicen el papel relegado a mero trofeo reproductor al que hemos sido sometidas desde tiempos inmemoriales, porque solo desde el conocimiento es posible entender el presente y sentar el futuro. Por supuesto que hay casos de escritoras, de investigadoras, de arqueólogas o de reinas con poder previos al Siglo XX, pero son los menos, mientras que en la actualidad nuestra lucha está en la equiparación real, no por cuotas sino por valía. Hoy el machismo campa a sus anchas en la terminología cotidiana, que califica nuestras charlas como un “coñazo” y las suyas de “cojonudas”, en la publicidad, que nos exhibe como meros objetos de deseo, en el miedo que se nos pega a la tripa cuando cruzamos calles oscuras, y en los ojos obscenos de quienes han evolucionado menos de la cuenta. Pero el feminismo tiene otro enemigo, el que se viste de odio, el que para ensalzarse pisa, ofende y juzga. Ese que miente y que cree que la libertad debe ser siempre desbocada y no tiene consecuencias y se viste de un concepto pueril en el que la venganza late desnuda.
El feminismo bien entendido no precisa encadenarse a una iglesia con los pechos desnudos, ni acostarse con desconocidos cada noche, ni hablar de “follar” como si compartir el cuerpo no significase nada. El feminismo tiene alma, no se alimenta de la venganza del “ahora es mi turno”, ni recae en los golpes recibidos, sino que limpia el mundo de ignorancia y de puñetazos para que sean parte de la historia, en vez de darlos. Feminista es quien defiende la igualdad sobre todas las cosas y no juzga, ni critica a quienes no piensa igual, porque asume que todos tenemos derecho a tener unas ideas, aunque estas sean diferentes. Feminista es quien agradece con una sonrisa todo el camino recorrido, y no se regodea en el dolor padecido durante el mismo. Es aquella persona que encara el resto del trayecto con esperanza y fuerza solidaria.
Hoy las nuevas feministas se desnudan demasiado y leen muy poco. Se someten al circo ensordecedor de lo que es políticamente correcto o incorrecto, quedándose con la corteza del árbol que crece y olvidando mirar hacia arriba, mientras defienden exhibir sus pezones antes que sus logros, aplicando filtros imposibles para esconder defectos que no son tales en sus redes sociales.
Son esas mismas feministas las que acosan a quienes deciden saltarse la lactancia o la maternidad, lanzándoles dardos acusadores de egoísmo, cuando es ahí donde, precisamente, late su esencia: en la libertad de decidir sin enjuiciar.
Nosotras, las que hemos escuchado historias reales de madres y abuelas que proyectaron en nuestros futuros la libertad que no tuvieron, y que nos enseñaron a apreciarla, a disfrutarla y a defenderla por ellas, nos espantamos al ver que la siguiente generación se ha perdido su mensaje. Tal vez es el momento de recordárselo: el feminismo es el principio de igualdad de derechos de la mujer y del hombre. Hagamos que esta palabra sea historia.
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