Cuando era pequeña creía que si no nevaba no vendrían los Reyes Magos. Enlacé sendos conceptos, como si fuesen parte de un teorema cósmico por el que la ausencia de copos de nieve se traduciría en la pérdida de la orientación de aquellos señores del lejano Oriente que, de un modo u otro, e independientemente de mi grado de maldad o bondad, siempre acababan trayéndome algún que otro regalo, caramelos, ropa interior térmica y carbón dulce. Un año el sol brilló con fuerza durante toda la Navidad y viví aterrada, con una pelusa de nervios en la tripa, por si se cumplía mi presagio y el 6 de enero, al despertar, mis zapatos amanecían vacíos. Después, cuando la vida puso en mi camino las tempestades del dolor, los huracanes de las ausencias y los ciclones del miedo, me sumergí en temores mayores y apostaté de aquellas fechas de paz y amor a las que ahora vuelvo reconciliada.
Con tan solo 7 años las monjas de mi colegio nos dijeron sin anestesia que los Reyes Magos eran los padres, y con mi torpe inocencia, arrebolada por el atrevimiento de la infancia, me reí de ellas y les espeté que también era logro suyo que ese día siempre nevara. Cuando salí de clase miré con tristeza a esas “pobres mujeres” que habían perdido la fe en la magia de la Navidad y seguí sumida en mis creencias personales hasta entrada la adolescencia. Decorar la casa hasta un punto barroco, abusar de las luces, de los villancicos, de las cenas y mantener tradiciones como una empanada gigante de bonito y tres roscones diferentes, marcaron mi historia en una tierra en la que hace años que ha dejado de nevar consecutivamente y donde ya no me dejan regalos porque mi dirección es otra.
Comparando historias con mis amigos de Ibiza he descubierto lo diferentes que pueden ser las mismas tradiciones dependiendo del frío que las vista. Me ocurre lo mismo en verano, cuando mi pudor y rechazo a practicar top less me convierte en la rara del grupo, a pesar de que explique que en los valles de Burgos no se estilaban esas costumbres y que, al no haberlas adquirido en la juventud, no puedo seguirlas en la madurez.
Con los años, cuando nos sacudimos las capas y las corazas tras descubrir que no nos protegían del dolor y que tan solo eran una pesada carga que dificultaba los abrazos, nosotros, los que hemos decidido vivir por los que se nos fueron, hemos recuperado con alegría tradiciones como celebrar con una inusitada inocencia fechas como estas.
Así, estos días recreamos las más bonitas decoraciones, cocinamos y brindamos en familia, buscamos regalos únicos y, sobre todo, recordamos que la vida puede vestirse de magia si queremos.
En mi caso lo que me queda de la Navidad son los recuerdos, los buenos y los malos, las ausencias y las nuevas incorporaciones a la mesa, los juegos de antaño que hoy protagonizan otros niños con la ilusión cosida a las retinas, y las ganas de no olvidarme nunca de los algoritmos imposibles que nos llevan a creer en los paralelismos más maravillosos del mundo. Feliz Navidad.
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