Del mismo modo que cantar, reír, bailar, soñar y disfrutar de cada pequeña cosa sin vergüenza ni miedo no tiene por qué ser cosa de niños, disfrazarse, calzarse una careta y trasladarse a otro mundo o época no precisa de segregaciones de edad o altura.
Vengo de una de esas familias guasonas, de humor negro y fácil, en las que desde muy pequeña he vivido la magia del carnaval con mis padres, hermanos y amigos. Gané a los 4 años mi primer premio, y también el único, vestida de muñeca con un maravilloso traje turquesa y tirabuzones, y escuché la cinta de Parchís, E.T. y otros éxitos infantiles de los 80 en la que consistió tan alto galardón, hasta que esta se rompió. Desde entonces me he disfrazado de flamenca, de Alaska, de pitufo, de David el Gnomo, de zanahoria, de Dorothy del Mago de Oz, de duende, de ninfa, de bruja, de hippie, de vieja, de pastorcilla, de novia, de criada, de india, de tirolesa, de ángel, de mejicana… y de un sinfín de personajes, con mayor o menor acierto. En Disneyland París me convertí en Cenicienta, mientras que mi hermana hacía lo propio emulando a Blancanieves. Las dos, en una comitiva encabezada por otras princesas y superhéroes protagonizados por mis sobrinos, nos vimos acosadas por decenas de niñas de todas las nacionalidades que nos creían los personajes de esas trágicas y machistas historias. Nuestra última aparición estelar tuvo lugar el fin de semana pasado en Venecia donde las dos emulamos a sendas damas de la corte del Siglo XVII y servimos a su majestad nuestra Reina Madre. Así, las tres nos mezclamos con la muchedumbre en la Plaza de San Marcos, en un viaje que nunca olvidaremos, mientras posábamos presas de la vergüenza para cámaras de fotógrafos profesionales y amateur entre risas y spritz. Nuestro público más agradecido fueron varios grupos de chinas que se hacían selfies a nuestro lado. También reconozco que intercambiamos los papeles al pedir a venecianos de pura cepa y grandes disfraces que se inmortalizasen a nuestro lado. Fuimos al final cabeza de ratón y cola de león. Una travesía que descansará para siempre en nuestras retinas y anecdotario.
No sé si es porque la experiencia es muy reciente y todavía tengo el sabor de la magia italiana cosida a las comisuras de la boca, pero les recomiendo que si pueden palpar una vivencia similar no se la pierdan, sobre todo si viven lejos de quienes les han visto crecer y calzarse caretas reales y metafóricas. Un viaje como este, aunque no precise desplazarnos tan lejos, nos sirve para recuperar los aromas y sensaciones de un pasado que no debemos olvidar para no perdernos en nuestro futuro, y si se adereza con un buen disfraz, puede, además, hacernos olvidar las capas de convencionalismos con los que nos ha vestido el destino. Algunas veces hay que cruzar un puente varias veces con las brújulas precisas para llevarnos realmente al lado correcto.
Dicen que la vida es un carnaval y que las penas se van cantando y esta es una de esas bandas sonoras que deberíamos repetirnos cada día.
No se olviden nunca que el que ríe el último ríe mejor y que, aunque algunos consideren ridículas y critiquen fechas como estas, yo, al menos, en esta vida he decidido reírme mucho de mí misma, de lo bueno y de lo malo que me pase con un orfeón y una máscara a mi altura. Por eso, búsquenme entre el gentío que este fin de semana me disfrazaré de nuevo. ¡Feliz carnaval amigos!
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