Cuando yo era jovencita, recién terminada la carrera, un fin de semana como este, en un mes de mayo cálido y pegajoso, disfrutaba en un bar de Madrid de una noche de amigas y copas cuando un chico guapísimo, alto, rubio y de ojos azules se acercó a mí para intentar invitarme a una segunda ronda. Fue de los primeros argentinos que conocí en mi vida, cursada y bregada hasta entonces entre Aranda de Duero y Valladolid, y lo cierto es que al principio me resultó muy interesante. Agrego por adelantado que en aquellas fechas, corría el año 2002, estaba soltera y sin compromiso. Decía llamarse Ariel, que me pareció un nombre muy limpio, musical y propio de una princesa Disney. El problema llegó cuando, para intentar hacerse el interesante, comenzó a contarme su ascendencia italiana y cómo había jugado en varias ocasiones a la ruleta rusa con su abuelo. En aquellos tiempos, distintas obras de literatura y películas ya me habían ilustrado sobre esta estúpida forma de exponerse a la muerte, pero pensé que debía de haberle escuchado mal y que en realidad seguro que me estaba hablando de algún tipo de ensalada o de carne. Salimos fuera con nuestros rones con coca-cola bien cargados para continuar la conversación y allí, sin la voz atronadora de Paulina Rubio como banda sonora, comenzó a jactarse sobre lo divertido que era colocarse una pistola en las sienes y sentir en primera persona el peligro. Me relató el tacto frío de la culata en su mano, su sudor cálido al apretar el gatillo y la sensación de poder al comprobar que la bala seguía en el cargador. Obviamente nuestra historia se suicidó tras aquel relato y el pobre Ariel no llegó a entender por qué razón rechacé darle mi teléfono, al verlo de pronto como un Vito Corleone de pacotilla.
Hoy, 15 años después, leo con pavor cómo aquellos juegos macabros, en los que supongo que el aliciente debe ser descargar adrenalina, han traspasado fronteras “gracias” a la magia de Internet. Así, en la red de redes, circula un reto a través del cual se conmina a jóvenes de toda Europa a cumplir una serie de pruebas cuyo final concluye con sus propios suicidios. Dicen que se llama “La Ballena Azul”. No sé qué parte de leyenda urbana dormirá tras esta “nueva moda”, del mismo modo que tras la del “juego del muelle” que supuestamente está llevando a multitud de grupos de adolescentes a practicar sexo entre ellos sin protección de ningún tipo, pero llega un momento en el que te planteas qué se le puede pasar por la cabeza a una persona para someterse a estas cosas. Este mismo diario publicaba hace unos días que agentes del Cuerpo Nacional de Policía se han hecho cargo de la investigación del primer caso de este reto suicida detectado en Baleares. Una niña de entre 13 y 14 años se habría autolesionado con una cuchilla siguiendo las macabras instrucciones de Philipp Budeikin, un ruso de 21 años que a día de hoy está a la espera de juicio por inducir al suicidio a una quincena de adolescentes en su país a través de este reto destinado, según afirma, “a limpiar la sociedad de estos residuos biológicos”. Locos y psicópatas han existido siempre, pero lo que verdaderamente debería preocuparnos es el futuro de sus víctimas.
Foros en los que se hace apología de la anorexia, páginas que explican cómo fabricar bombas caseras o cómo envenenar sin dejar rastro, o gente que se golpea o se somete a hechos dolorosos y humillantes para compartirlo en vídeos en Youtube, campan a sus anchas y sin veto por webs, poniendo en peligro las vidas de personas vulnerables y sobre todo de niños.
Contra “La Ballena Azul” ha surgido un movimiento apodado “La Ballena Rosa”, un juego opuesto que promueve 50 desafíos para animar a ser positivos a los adolescentes y con ello salvar vidas.
“Y si fulanito se tira por un puente, ¿tú también te tiras por un puente?”
La educación, el amor y el respeto por la vida y por nosotros mismos son la mejor arma para combatir todo tipo de propuestas estúpidas que hagan a los jóvenes creerse más fuertes o valientes. ¿Recuerdan ustedes aquella frase lapidaria de nuestras madres que siempre nos soltaban cuando les pedíamos hacer algo que nuestros amigos sí podían hacer?: “Y si fulanito se tira por un puente, ¿tú también te tiras por un puente?”. Pues eso, ni ruletas, ni muelles ni ballenas; recuérdenle a sus hijos que es mejor soportar a Paulina Rubio en un bar que arrepentirse de escuchar cantos de sirena destinados a ahogarlos.
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