Con 7 años gané mi primer concurso de poesía. Hablaba sobre un árbol de Navidad feliz, cuajado de bolas decorativas y coronado por una estrella que siempre sonreía. A los 9 revalidé dicha distinción en mi colegio con unos versos dedicados a dos ancianos que recordaban su infancia sentados en un banco, mientras daban de comer a un grupo de gorriones, y a los 11 volé entre pareados hasta Marte afirmando que de mayor quería ser astronauta de las palabras. La adolescencia entró con fuerza en mis letras y el pudor escondió miles de hojas y decenas de cuadernos que mi madre todavía conserva y alguna amiga asegura que venderá el día que me haga famosa, aunque me temo que le tocará seguir esperando unas cuantas décadas. A los 21 me atreví a presentarme de nuevo a una convocatoria de poesía de mi universidad y me hice con los golosos 20 euros del premio y con una colección de obras de Zorrilla con tapa y páginas “de oro” que me parecieron un maravilloso tesoro. Este último galardón de mi “carrera” lo recogí el día de la Lotería, fecha que interpreté como una señal del destino para comprar el primer décimo que encontrase de camino a casa. Así fue como perdí aquel billete azul para siempre, el único que gané con aquel escueto talento. Nunca me volví a presentar a ningún premio y dejé el hábito de escribir todos los días poesía en el momento en el que comencé a trabajar como periodista. Cuando tu afición se convierte en tu forma de vida, logras que cada día sea mágico, pero pierdes la espontaneidad y la magia de no jugarte nada y de no aspirar a ser leído.
Reconozco que sigo rasgando versos de vez en cuando en una libreta maravillosa que escondo en el cajón de mi mesilla, en la que algunas noches, presa de la inspiración, plasmo pensamientos, sentimientos y anhelos sin pretensión alguna, como antaño, tan solo por el placer de escupirlos y de vomitarlos de forma bella. Los pocos sabios que me han leído han destacado mis frases sueltas como “llenas de verdades”, pero reseñan la falta de rigor en la rima y el abuso de algunos ripios. El mundo no se ha perdido nada con mi marcha y puede que los nuevos usos que les doy a las letras sean de mayor provecho.
Mi último verso era un mensaje de amor que escribí en la lista de la compra y que mi novio tardó más de una semana en ver. Mi letra de médico destartalada tampoco le ayudó a diferenciarlo mucho de la retahíla de necesidades cotidianas, y al final tuve que fingir un enfado sobreactuado para que le prestara atención. Todavía no sé si tirarlo a la basura o esperar para ver si se lo guarda en su cajón de las cosas inútiles en el que nunca meto la nariz.
Noviembre me ha traído versos nuevos; puede que sea la melancolía del otoño, haber tratado en los últimos meses mucho con jóvenes, la inspiración de los corazones ancianos, y haberles pedido que lean mucha poesía para que aprendan a hablar en público. Tengo la mala costumbre de no dar consejos sin acatarlos, así que aquí me tienen estas semanas durmiendo cada noche con un poeta nuevo. El último ha sido un ibicenco, Ben Clark, quien se ha hecho con tan solo 33 años con el XXX Premio Internacional de Poesía Fundación Loewe, uno de los más importantes de habla hispana, con su “Policía Celeste”. Una distinción que me ha emocionado porque Ben, con esa edad tan redentora y ese apellido tan poco cañí, me demostró con tan solo 17 años que era mentira que fuese preciso tener más de cinco décadas de vivencias cosidas a la espalda para escribir de verdad, en una entrevista en la que aquel niño rubio de ojos azules me dejó descolocada. Me leí aquel primer libro suyo y me sentí muy pequeña. Hay unos versos atribuidos a Federico García Lorca, pero que son en realidad de Ivonne Méndez, que bruñen con fuerza la garra de tinta de nuestro poeta patrio: “hay almas a las que uno tiene ganas de asomarse, como a una ventana llena de sol”. ¡Qué bonitos amaneceres debe tener tu alma, amigo!
Por eso, porque tenemos la grandísima suerte de contar con genios en esta isla de locos en la que nos salen artistas de cada esquina, aquí y ahora me gustaría pedirles un favor: escribamos, leamos y compartamos más poesía. Rebelémonos contra la afirmación de Roberto Bolaño en la que asevera que “la poesía es un gesto de adolescente frágil, inerme, que apuesta lo poco que tiene por algo que no se sabe muy bien qué es y que generalmente pierde”, porque esos versos a los que hace referencia son como el amor joven e intenso, casi adictivo y doloroso, que no es verdad que desaparezca con los años, sino que simplemente se transforma en algo mucho más grande, más eterno y más brillante. La realidad es que en estos tiempos convulsos cuajados de descreídos, de crápulas y de corruptos la poesía nos salvará la vida.
La poesía me ha mostrado mucho más que verdades y llantos del alma, me ha enseñado a vocalizar, a hablar en público, a interpretar cada cosa que digo, a poner pasión en cada conversación y a leer la vida rimando y buscando siempre una palabra nueva, más hermosa y que diga mejor las cosas. Queda mucho para mi último verso.
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