Hubo un día en el que los patios de los colegios y los parques infantiles eran de grava. Las pinzas de las cejas eran el instrumento preferido de nuestras madres para sacarnos piedras de las rodillas y la mercromina, compuesto de alcohol y mercurio, la mejor tirita para curarlas. Una época en la que los viernes nuestros padres nos iban a recoger al colegio en moto, donde nos subíamos de dos en dos, sin casco ni miedo, y en la que cabíamos hasta cinco niños apretados en la parte de atrás de los coches. Viajábamos amparados en una nube de tabaco, jugando en los viajes eternos a adivinar las provincias de los vehículos con los que nos cruzábamos y con una ramita de perejil en el zapato creíamos que podríamos evitar el mareo.
Hubo un día en el que los niños nos aburríamos, jugábamos con piedras, canicas o chapas durante horas y el “Quién es quién”, el “Hundir la Flota”, pintar, leer y soñar eran actividades comunes en nuestro día a día. Nuestra infancia transcurría entre coscorrones autorizados en clase, castigos cotidianos en el pasillo y zapatillas voladoras que, con una puntería increíble, siempre lograban aterrizar en alguna parte de nuestros cuerpos. Comíamos y cenábamos siempre todos juntos, en la cocina, con platos de loza y flores y nunca nos quejábamos si había lentejas dos días seguidos. Algunas veces nos caía un tortazo de los que no tenemos traumas aparentes y que en mi caso fueron muy pocos para el tamaño de mis fechorías.
Hubo un día en el que no sabíamos el significado de la felicidad, pero la vivíamos en primera persona cada mañana porque, aunque no teníamos todo a nuestro alcance, nadie nos había hecho creer que lo necesitáramos. Heredábamos la ropa de nuestros hermanos mayores, primos y vecinos como si fuese un tesoro, compartíamos juguetes sin importarnos si les faltaban pelo, brazos, piernas o ruedas e inventábamos canciones para interpretar en las reuniones familiares.
Hubo un día en el que tuvimos claro que las drogas eran malas siempre, que no debíamos aceptar regalos de desconocidos, aunque fuesen caramelos, y que el sexo era un canal del amor y no un fin por sí mismo. Hubo un día en el que el machismo no se consideraba una lacra, sino algo normal y coherente, y si había tres mujeres en casa un hombre no debía hacer la cama ni poner la mesa. Pero, de pronto, algo cambió. Somos la generación de niñas que superó a los chicos en número en las universidades, que comenzó a soñar con un futuro sin brecha salarial en el que fuésemos realmente iguales y dejásemos de ser floreros para convertirnos en grandes árboles, buscando resarcir a nuestras madres en cuyos DNIs ponía como profesión “ama de casa” y a nuestras abuelas, que pasaban de ser propiedad de sus padres a sus maridos.
Yo viví esos días en los que, con menos, sentíamos que lo teníamos todo y miro con pudor cómo hoy, cuando los pequeños y jóvenes tiranos estrujan sus sueños sin darles importancia, se siente latir el vacío en sus ojos cargados de demasiada información y actividad. Hoy los niños son menos niños, los adolescentes menos adolescentes y los adultos jóvenes envejecidos. Los teléfonos móviles que nos vendieron como una herramienta que nos daría libertad se han convertido en yugos que nos obligan a estar 24 horas localizados, olvidando el sueño de trabajar solo 8 horas diarias. De hecho, hoy la libertad se difumina ante la tiranía del consumismo.
Hoy los valores son tan difusos que hay quien defiende y cree que una niña de 18 años puede consentir y disfrutar mientras 5 chicos usan su cuerpo a merced, de forma agresiva y en manada en una sociedad que parece no haber avanzado nada y donde el machismo está más presente que nunca haciéndola sentir culpable por ir sola, por haber bebido y por meterse con ellos a un portal. Ella es la metáfora de tantas otras.
Ella es la metáfora de tantas otras
Hoy parece que desde aquel día del que les hablo se ha detenido el tiempo porque algo falla en una sociedad en la que no podemos defender a las mujeres a las que todavía se nos acusa de ser las culpables de violaciones en solitario o en grupo por meterse en la boca del lobo. Jamás pensé hace 30 años que el futuro tendría sabores tan dulces y tan amargos y que hoy nosotras, las que estábamos llamadas a ser libres e iguales, cobraríamos un 30% por ciento menos que los hombres en idénticos puestos y continuaríamos yendo por la calle con miedo. El porno nos vende relaciones con las que jamás disfrutaríamos y la prostitución no solamente no se ha disipado, sino que crece y secuestra en las calles a millones de víctimas de redes, de adicciones y proxenetas. Y lo peor es que hay quienes defienden que en ambas industrias del horror hay libertad e incluso placer por parte de quienes son usadas como animales.
Tal vez seáis vosotros los que tengáis que analizar, como dice el gran Iñaki Gabilondo, en qué no habéis evolucionado para seguir abusando de vuestra fuerza física en detrimento de la intelectual y emocional. Hubo un día en el que pensé que hombres y mujeres seríamos iguales, pero cuando miro más allá y veo que para algunos de vosotros seguimos siendo hembras antes que personas, pedazos de carne en vez de almas, y simples instrumentos para dar rienda suelta a vuestras bajezas, me dan ganas de volver al pasado y seguir soñando con un futuro sin miedo. En vuestras manos está cambiar el mundo, nosotras ya hemos hecho nuestra parte.
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