Estábamos en la recepción de un hotel. Dos niños pequeños corrían y chillaban empujándose el uno al otro en un coche infantil. El ruido que hacían era tan atronador que nos impedía entender a la persona que nos estaba atendiendo.
Busqué con la mirada a sus padres y los intuí entre un grupo de adultos que bebía distraídamente unos cócteles. Los miré varias veces sorprendida ante su actitud pasota y su falta de decoro. Finalmente les pedí a los niños que dejasen de gritar. Dicen que nunca debes amonestar a hijos ajenos, pero en los últimos meses me han obligado a hacerlo una pelota que se estrelló contra mi plato en un restaurante, varios pares de manitas sucias que se restregaron en los cristales de mi oficina, tres pequeños gimnastas que saltaron junto a mí en una piscina empapándonos a mí y a mi libro, y un púber británico que decidió jugar al fútbol con mi coche como portería. En todos los casos, sus progenitores miraron a otro lado, literalmente, y no solamente no recriminaron su actitud a su prole, sino que mostraron que la falta de educación era una seña de identidad de sus familias, obviando disculparse y, en algunos casos, incluso considerando ofensivo que respondiera a estos actos verbalmente.
Los niños son niños y los adultos somos adultos. Los menores deben tener espacio para jugar, para gritar, para relacionarse y para disfrutar, pero eso no exime a sus padres de estar obligados a ser responsables de sus actos cuando todos ellos conviven en espacios públicos.
Pero volvamos a esa recepción de un hotel. En el instante en el que pedía a aquellos niños que dejasen de gritar, en dos idiomas por si no me comprendían en castellano y sin subir demasiado la voz, intuí cómo la que debía ser su madre los cogía de la mano, con desgana y cara de pocos amigos, y los sacaba fuera. Lo sentí mucho por ella y por la copa que dejó de disfrutar, pero yo hubiese hecho lo mismo en su caso. Cuando salíamos del establecimiento vi, para mi sorpresa, cómo me miraba fijamente y me dedicaba una “peineta” lenta y sibilina, acompañada de un improperio. Me sorprendió tanto que no supe cómo reaccionar. ¿Tus hijos están molestando a medio hotel, a ti te la refanfinfla, obligas a otro huésped a tener la incómoda responsabilidad de pedirles que se comporten y encima te haces la ofendida?
Si les soy sincera me dio un ataque de risa que acto seguido dio paso a la indignación. ¿En serio es eso lo que quieres transmitir a tus vástagos? Amiga de los dedos con mensaje, este artículo es un canto a la cordura. Una hilera de palabras construida para que dejes de lado tu orgullo impío y te plantees si más allá de la molestia que te suponen tus propios hijos, que nadie te ha obligado a tener y que precisan de tu afecto, valores y educación, quieres que ellos crean que esa respuesta es la correcta.
Mi madre, y es muy probable que también la tuya, no habría permitido nunca que nosotras importunásemos en esos niveles en público y, de hacerlo, la regañina que nos hubiésemos llevado no vendría de labios ajenos sino de los suyos propios, amén de la disculpa que nos hubiesen obligado a vertebrar. Verás, amiga de la lengua suelta, ya empiezo a estar un poquito cansada de tener que decir en alto, cada vez de manera más repetida, “estos niños… ¿no tienen padres?”, “guapo, ¿sabes leer? ¿has visto que en ese cartel pone que no se puede saltar en la piscina?” o “¿tus padres no te han dicho que no se juega al fútbol en un restaurante?”. Amiga, no es que no entendamos a los más pequeños, eres tú quién no comprende que la convivencia es necesaria y que debes ponerles límites para que, además, sean capaces de convertirse en adultos capaces de entender los límites entre su libertad y la de los demás.
Amiga, todavía estás a tiempo de que tus niños asuman que las peinetas deberían ser solamente ornamentos de un peinado y las palabras “perdón” y “gracias” parte de su “padrenuestro”.
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