Somos un país extraño. Llevábamos siglos bebiendo de unas raíces en las que el miedo al castigo divino era más fuerte que la nobleza y bondad propias, y donde la vida era un valle de lágrimas por el que debíamos transitar para alcanzar el paraíso eterno, hasta que un día decidimos convertirnos en un estado laico y abrazar el capitalismo, con todo lo que esta corriente económica y casi filosófica de vida implicaba.
Así, de golpe y plumazo, en estos 40 años que separan la dictadura en la que estábamos inmersos y la democracia en la que hoy nadamos, hemos cambiado nuestra forma de ver la vida, hemos vestido al miedo de otros colores y hemos decidido asirnos con fuerza a los placeres terrenales, por si lo que nos vendieron no era más que un cuento.
No se puede ser libre con hambre, y la opulencia y las neveras llenas nos regalan el espejismo de que todo es posible, aunque para alcanzarlas tengamos que vender nuestra alma y nuestro tiempo al mejor postor. Mientras, aquellos que se guardan un as en la manga, siguen celebrando ritos en los que gastar con alegría los nuevos cuartos, para lanzar un órdago al cruzar el túnel si al final resultara que aquellas historias del cielo y del infierno existieran.
Nos han inoculado una moral y unas bases éticas, sostenidas en aquellos tiempos de posguerra, de silencios y de puños que se apretaban para contener las lágrimas, que nos plantean un dilema a las generaciones de hoy entre lo que nos enseñaron y lo que vemos, entre lo que nos contaron y en lo que creemos. Porque ellos, los que se dejaron la salud y el egoísmo por darnos una vida mejor, olvidaron explicarnos que la muerte es una parte más de la vida, y cómo se sigue cuando sus consejos sabios ya no nos abrigan. Porque nuestras abuelas, y sus madres, y las madres de sus madres, perdían hijos, hermanos y padres, maridos y amigos, sorbiéndose la pena y asumiendo que Dios tendría para aquellas ausencias una misión y un porqué. Pero nosotros, los nietos de aquellas mujeres y hombres fuertes y dignos, no sabemos cómo afrontar la marcha de los que amamos y nos quedamos tan solos, y tan desamparados, que no sabemos seguir, que no sabemos cómo continuar su legado.
En este delicado mundo, en el que la espiritualidad ya no está de moda, nos faltan respuestas para asimilar que, del mismo modo que celebramos la llegada de nuevos miembros a nuestras familias de alma y de sangre con una alegría desbordada y una naturalidad casi mágica, otros deberán partir de manera irremediable.
Por eso, yo mañana modero un coloquio que es necesario, que merece ser portada de periódicos, de redes sociales y protagonista de tertulias íntimas, porque busca dar visibilidad a todos los profesionales sanitarios que acompañan a los enfermos de cuidados paliativos cuando el final se acerca, y mostrar, a los que nos quedamos, esa enseñanza que se nos ha perdido.
Toda muerte es siempre prematura y dolorosa y precisa de una mano como la que médicos, enfermeras, psicólogos y voluntarios nos prestan. Juntos, el peor trance de la vida que es, precisamente, perderla, hace que sea más fácil traspasar ese umbral a lo desconocido. Por eso es tan importante plantarles cara a los tabúes y recordar, profesemos el dogma de fe que profesemos o creamos en la filosofía que creamos, que la muerte es una parte intrínseca de la vida: porque esta, como comienza, termina, y es preciso asumir ambos procesos como algo natural.
Mañana les espero para escuchar juntos a grandes profesionales y mejores personas con los que veremos, abordaremos y debatiremos sobre “El viatge definitiu”, para hacer visibles los Cuidados Paliativos y difundir nuestros derechos y garantías para tener una muerte tan digna como nuestras vidas.
Yo he visto a personas extremadamente humildes caminar con la dignidad pintada en el rostro, una impostura que nada tiene que ver con la prepotencia o con la soberbia, y que está vestida de paz. Yo he sostenido el último aliento de personas a las que amaba tanto que temí que la pena me consumiría por no poder seguir compartiendo sus sonrisas, y fueron ellos, esos profesionales sanitarios de los que nadie habla, quienes les permitieron despedirse en sus propias casas con la misma dignidad con la que vivieron.
Ninguno de nosotros queremos morir, ni que los que nos importan mueran, pero es importante que sepamos cómo se sigue siendo feliz cuando ya no nos templan sus abrazos y permitirles terminar su historia con la tranquilidad de que sabremos hacerlo.
Nos vemos mañana a las 19,00 horas en el Consell Insular d’Eivissa, para saber, de una vez por todas, que en este viaje no estamos solos.
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