Aviones que aterrizan y abrazos que aprietan. Las puertas de la zona de llegadas se abren y dan paso a un manojo de sonrisas que calzan cientos de historias. Allí donde los portazos no existen y los cristales nos muestran la magia que habita dentro.
Besos con ojos cerrados, con labios honestos, lágrimas de emoción, saltos a los brazos de amantes, de amores, de amigos o de familiares que hacía meses que no se veían. Perros emocionados al ver regresar a sus dueños, niños saltando y adolescentes levantando la cabeza de los teléfonos. Cinco minutos de emociones al amparo de un aeropuerto.
Yo he estado allí cientos de veces. He sido espectadora hasta ser protagonista. He asistido a reencuentros dignos de ser grabados, como una voyeur que osa colarse en vidas ajenas para emocionarse mientras las espía. Seguramente habré sido también observada mientras, olvidando esa gran mirilla tras la que me colaba minutos antes, cuando era yo quien se fundía en un abrazo eterno con las personas cuyo aroma anhelaba y puede, incluso, que mi felicidad plena haya despertado en otros idénticos sentimientos. La empatía, esa cualidad que nos lleva a llorar al vislumbrar lágrimas ajenas y a sonreír por contagio espontáneo, campa a sus anchas en un espacio sembrado de esperas.
Esta vez, a quienes recibía presa de la emoción, era a mis padres. Con su carrito cuajado de maletas, una compuesta solo por viandas y regalos, me he sentido una vez más dichosa por tenerlos a mi lado. Quienes tenemos a la familia lejos nos bebemos cada instante a su lado y apreciamos con más ahínco cada visita, cada celebración y cada secreto. En ese preciso instante somos nosotros quienes queremos cuidarlos a ellos: llevarles el equipaje, ser sus conductores, cocineros y confidentes. En esencia hacernos grandes para que el orgullo que rezuman no se apague.
Mis padres son tiernos, cálidos, alegres y honestos, y cada vez que recorren el país para llenar mi casa, mi alma, mi alegría y mi nevera compartimos la certeza de que nuestros hogares son comunes y de que nunca tendremos claro dónde empieza y dónde termina cada uno de nosotros. Padres e hijos somos una extensión mística los unos de los otros por y para siempre.
La zona de salidas tiene mucha menos magia que la de llegadas, porque las historias que allí se cuecen son menos dulce. En las despedidas los abrazos también aprietan, pero las lágrimas ahogan.
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