En mi piscina nadan sensaciones encontradas. Algunas veces siento que es ajena, que no me pertenece, del mismo modo que cada tramo del portal, del ascensor y de la calle que habito. El solar que la besa de lado, y donde paseo cada día a mi perra RAE, parece un camping, cuajado de caravanas, furgonetas, suciedad y restos de “botellones”, transitando en esa delgada línea de los lugares que no son de nadie pero que afectan a todos. Tengo cosida esa pena que tejen los que saben que viven en uno de los lugares más bonitos del mundo, sonreído por la fortuna, pero abandonado a su suerte, y donde, con un poco más de amor y mimo, podría habitar el mismísimo Mago de Oz al otro lado del camino de las baldosas amarillas, hoy oscurecidas.
En mi vida nadan también sensaciones encontradas, presas de cierto desapego, que no se me van, aunque lleve 13 años viviendo en el mismo sitio. No es solo porque provenga de una de esas familias de barrio que han vivido siempre en la misma casa, con los mismos vecinos e idénticos olores y costumbres, ni tampoco se debe en exclusiva a que sea, al final, una enamorada de las pequeñas rutinas, de esas a las que les gusta saludar a las personas con las que se cruza, dar los buenos días, las buenas noches y abrir la puerta a quienes lo precisan. Llámenme rara, pero soy una firme defensora de las sonrisas en los descansillos, de los ofrecimientos de deliciosos platos en el rellano y de las amistades que surgen al amparo del otro lado de la puerta.
Por eso, aunque la magia de Ibiza me tiene embriagada y me siento cada día más parte de aquí y a la vez más lejos de quien creía que era, no me acostumbro a ver rodar maletas tras la mirilla, a dormir cada noche con tapones, a descolgar el telefonillo para que no me sobresalte de madrugada y a pedir hasta en cinco idiomas dispares que bajen el tono o la música a las tres de la mañana.
En mi piscina he conocido a niños mágicos y he sufrido a otros ausentes de educación y de respeto, amparados en el paraguas de padres que no solo no les amonestan, sino que te recriminan que lo hagas ante su desidia cuando una “bomba” se cuela en tu libro sin aviso. En mi piscina he buceado entre muchas tempestades, porque, aunque sé que es comunitaria, siempre soñé con sentirla un poquito mía, y sentirla tan lejana y fría me hiela la sangre.
El otro día, mientras divagaba pensando en esto, un crío se me acercó y me preguntó si yo también pasaba unos días en este hotel. De pronto me rebelé. Saqué toda la rabia contenida durante años, y le respondí que no, porque no lo era, porque esta era mi casa: un edificio residencial, donde viven personas todo el año, crean hogares y lazos. Hablé alto y claro, exteriorizando la frustración de sentirme foránea en mi pueblo, el que me vio nacer, donde me llaman ya la ibicenca, y de serlo también aquí, donde nunca me verán como parte de este pedazo de tierra. Al menos en ese recodo necesitaba sentir que pertenecía a algún sitio. Le espeté que un hotel es un lugar donde profesionales maravillosos te tratan como un rey, almidonándote las sábanas, velando porque tengas las mejores vacaciones de tu vida, recibiéndote como mereces y agasajándote con desayunos con los que no te atreverías a soñar, y que, en cambio, renunciar a ese placer por un piso usurpado a personas que, por la ley de la oferta y la demanda, no pueden acceder a él para crear una comunidad sana, me parecía horrible. No sé si me entendió, pero le aseguré que aquí ni su descanso ni el nuestro era reales, porque este no era un lugar habilitado para una convivencia destinada al fracaso. Cuando los hogares dejan de serlo se convierten en simples lugares por donde pasa mucha gente, pero no crece nada.
Al día siguiente, sin embargo, un cartel me hizo sonreír y recuperar la esperanza. Aquella familia ya se había marchado, para que otra ocupase su espacio, pero la junta de vecinos de mi comunidad había aprobado por unanimidad un punto del día que yo había propuesto sin mucha fe. Mi portal luce desde el martes, alto y claro, un texto que indica en dos idiomas que es un edificio residencial donde se prohíbe el alquiler turístico, con datos para que denunciemos a quien incumpla tal premisa.
Ya lo ven, no todo está perdido y puede que, al final, seamos nosotros quienes tengamos en nuestra mano curar las frustraciones, los enfados, las injusticias y las sensaciones encontradas.
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