Mi padre siempre me ha recriminado que vaya descalza. Cuando era pequeña me perseguía por la casa con sus zapatos del 47, amenazándome con pisarme si no me ponía las zapatillas, y cada vez que viene a verme al que es ahora mi hogar, y en parte también un poco el suyo, mira mis pies desnudos con desaprobación mientras afirma entre dientes: “no cambiará”.
Los padres siempre tienen razón. Aunque al principio reneguemos, se la quitemos o nos rebelemos contra sus consejos, al final, con los años, asentimos, sonreímos y descubrimos que sus verdades son absolutas.
El otro día me rompí el dedo gordo del pie por no hacerle caso. Estaba cocinando y se me cayó una botella de vino blanco mientras lo usaba como condimento. La frené con una uña roja, mal pintada y premonitoria del hematoma interno que se produciría instantes después, y tuve una visión de mi progenitor diciéndome: “te he dicho mil veces que un día te harías daño”, mientras lloraba de dolor con la poca dignidad que me quedaba. Fuimos al hospital y el diagnóstico era evidente: “rotura de la primera falange por gilipollas, sin bostezo, y por ir todo el día descalza”. Al menos diez días de reposo absoluto en los que recrearme en mi mala pata y donde prometerme que nunca más entraré a la cocina descalza, aun sabiendo que no lo podré evitar porque, simple y llanamente, odio ir calzada. Hay personas que adoran tener cientos de zapatos, coleccionarlos, mimarlos, y a quienes incluso les gustan esos instrumentos de tortura llamados tacones, y otras que en invierno somos felices usando cada día las mismas botas altas y planas que pegan con todo. Los de mi calaña, nos despojamos de ellos como si fuesen la peste nada más atravesar la puerta y adoramos la playa o los deportes como el pilates, que se pueden practicar con los pies al aire.
En mis instantes de aburrimiento se lo conté a un colega periodista que se afanó en encontrar una noticia en la que un futbolista había sufrido una fractura similar frenando, en este caso, un delicado perfume durante un mundial de fútbol. Yo, en cambio, olía a vino de la seca. Un destilado imbebible que solo sirve para cocinar y que, por cierto, me envía mi padre en unos cajones gigantes que él mismo construye, ataviados con conservas mágicas y otros manjares con los que se les haría la boca agua.
El caso es que este accidente doméstico me ha llevado a trabajar desde el sofá y a ver más tele de la debida, hasta tal punto que no sé si me duele el estómago por los calmantes o por las tonterías que estoy escuchando estos días. Salvo el regalo de poder disfrutar cada mañana de mi querida María Moya triunfando en Arusitys, y de los capítulos de “Friends” que reponen sin mesura en Comedy Chanel, he tenido que ver decenas de veces los rifirrafes de nuestros políticos en el Congreso, más parecidos a los peores monólogos del Club de la Comedia de todos los tiempos, hablando de todo menos de lo que es importante y me he tragado concursos de talentos en los que jóvenes de 18 años acusan a Mecano de contener letras discriminatorias por usar la palabra, no registrada en la RAE, “mariconez”. He descubierto que no conozco a nadie de Gran Hermano Vip, cuando se supone que quienes lo protagonizan son famosos, y que hay gente que pretende conocer al amor de su vida en una cita televisada.
Me he acostado con Buenafuente, con Berto Romero y con Broncano viéndolos en Movistar Televisión cada noche con una sonrisa en los labios y me he refutado en el cansancio que me producen los mismos formatos de tarde cuajados de ideas idénticas y con los protagonistas de siempre que me hacen pasar palabra.
He leído, he comido, me he quejado y he tecleado más de la cuenta para, al final, ser consciente de que mi pequeño accidente no ha sido más que una “mariconez” y que al final, dentro de una semana, estaré celebrando de nuevo la vida, mis rutinas y el placer de pisar fuerte y descalza por la vida. Porque este viernes en mi agencia hemos celebrado el Día Internacional del Cáncer de Mama con un maravilloso vídeo que me ha emocionado, que me ha hecho sentirme orgullosa de las personas que me rodean, inmensamente pequeña al lado de tantas valientes y segura de que las cosas verdaderamente importantes no se visten con palabras, sino con hechos, con esfuerzo y con mucho amor.
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