Mientras volvíamos en coche a la redacción de aquel diario de provincias, mi compañera y yo no hablábamos. Fingíamos escuchar la radio para evitar revolver lo que había ocurrido.
Ambas éramos becarias. Nos habían mandado cubrir un accidente múltiple en un pueblo en el que habían fallecido seis miembros de una misma familia.
Cuando llamamos a aquel timbre, una pelota de miedo y de pena se nos arrebujó en las tripas haciéndonos sentir infinitamente pequeñas y convirtiendo nuestras voces en un hilo.
Una mujer desencajada y de mediana edad nos abrió la puerta. Le dimos el pésame y comenzamos a articular una extraña entrevista en la que las respuestas eran obvias y vagas. Ella nos respondía con la mirada lejos y el ceño fruncido: “¿Qué cómo estoy? No volveré a ver a mi marido, a mi hija, a mi yerno, ni a mis nietos… ¿cómo estaríais vosotras?” “No me creo que esto sea verdad”, “se habían ido tan felices”, “el pequeño me había prometido cocinar conmigo cuando volviesen”… De pronto regresó al espacio que compartíamos como si saliese de un horrendo trance, y al preguntarnos quiénes éramos nuestro rubor nos delató. “Sois periodistas, ¿de verdad? ¿Y para esto habéis estudiado una carrera?”. Nos marchamos con las lágrimas y con la vergüenza arreboladas en el rostro y nos metimos en el coche.
“Yo no voy a volver a hacer esto jamás. Esto no tiene nada que ver con informar a la gente; esto es basura, es asqueroso…”, fueron las primeras palabras que pronuncié. Mi compañera y amiga asintió, me cogió la mano y ambas decidimos no firmar aquella noticia. Los siguientes dos meses solamente hice artículos de cultura.
Hace dos décadas me pidieron que escribiese carroña, que destripase el dolor de una mujer rota con el fin de ser los primeros en contar su historia, la otra, la de los que se quedan, con el único fin de vender más periódicos. Hace dos décadas decidí que nunca volvería a hacerlo.
Estos días he revivido esa tarde de verano, he recordado el olor del polvo caliente, los ojos que nunca volverían de aquella mujer y la mano de dos aprendices de periodistas que decidieron qué tipo de personas querían ser. Ninguna de las dos hemos vuelto a llamar a una puerta como la de la familia del pequeño Julen, ni lo haremos, y ambas no nos sentimos representadas por quienes han hecho de un drama familiar y de una búsqueda infructuosa de un niño un culebrón mediático.
Acompañar a un matrimonio en su tragedia no es acosarles, apostarse en su puerta, ni obligarles a decir entre lágrimas cómo se les ha partido el alma. Perder de manera traumática a un ser querido es horrendo y si, además, es un hijo, el dolor quema de una forma que nunca deja de doler. Las lágrimas tienen su propio lenguaje y escarbar durante 15 días en ellas para no contar nada no es ético, ni deontológico, ni se puede defender de ningún modo.
Nunca le pedí perdón a aquella mujer por llamar a su puerta, la única manera de redimir aquella “violación” fue apostatar de ese amarillismo tenebroso que se aleja de las premisas de esta profesión donde debemos contar lo que ocurre de forma aséptica para cumplir con el derecho a la libertad de información de la ciudadanía, sin menoscabar los derechos de sus protagonistas.
Eso no es periodismo ni ayer, ni hoy, ni dentro de otros 20 años, aunque sume datos de audiencia y alimente el morbo de quienes no tienen que enfrentarse a la vergüenza de saber que lo que haces no es correcto. Julen, lo siento mucho.
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