Lo malo de la edad no son las canas, las arrugas, ni los kilos que se nos cosen al cuerpo sin remedio, sino la certeza de la marcha. Lo peor de ser adulto es asumir cada pérdida, e intentar encajar un golpe tras otro con la serenidad de un asceta para evitar enfrentarnos a la frustración a golpes. Lo más horrendo de los años es oler cómo la muerte nos pisa los talones y sentir, sobre todo, cómo muerde a los que más amamos para arrebatárnoslos entre la impotencia y el vacío que nos dejan sus despedidas a medias.
Él era un hombre increíblemente guapo, por dentro y por fuera, de esos caballeros de los pies a la cabeza que siempre huelen bien y cuyos abrazos te templan la espalda. Hacía números desde un palacio, pintaba cuadros, cantaba al cielo y tenía una voz cálida y rota de esas que suenan a música. Sonreía tanto que desde muy joven lucía unas maravillosas patas de gallo que lo hacían más atractivo y más gallardo aún, para convertirse sin remedio en mi tío preferido. ¡Cómo no iba a serlo si se reía de mis chistes cuando todavía no tenía ni edad ni sentido común para contarlos, aplaudía mis canciones infantiles y me dejaba jugar en una casa que era mágica y enorme sin ponerme cotas!
Tengo una foto de mi padre y de él juntos disparando con una escopeta de feria donde los dos son, con menos de 20 años, los chicos más apuestos del mundo, con el ojo guiñado y con una mueca de pícaros que los ha acompañado toda la vida. Ellos, que se llevaban solo 17 meses, estudiaron juntos en La Marina, donde compartieron anécdotas y puertos, y eran tan diferentes en carácter pero tan iguales en esencia que me han ayudado a entender la magia de querer a mis hermanos hasta la médula aunque los nervios y nuestras formas de encarar la vida sean opuestos. Mi padre siempre ha sido más tímido, menos coqueto y ha escogido saludar desde un segundo plano, mientras que él, en cambio, siempre fue el hermano líder, el que llenaba habitaciones sin proponérselo y hablaba por los dos, desde los codos hasta el alma.
Escribo estas letras sin creerme que no volveré a aspirar su perfume, a recordarle lo maravilloso que es o a sentirme pequeña y protegida con el rumor de su risa. Deja un gran legado de amor, de momentos cómplices y una granada de hijas y nietos que han heredado su nobleza, su bondad y esa forma de saber hacer las cosas fáciles, cuando parece que no son tanto, sonriéndole a la vida, tentándola con valentía y firmeza y defendiendo unos valores de los que ya no quedan. Hoy esta atalaya es la suya y por eso hago una nueva muesca en esta pulsera de maestros que no pienso quitarme nunca para seguir viajando por ellos, amando como nos enseñaron y buscando ser cada día mejor persona. Gracias tío, hoy y siempre te quiero. Nadie será nunca tan guapo como tú ni pintará Burgos con unos trazos tan ciertos.
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