Abrir el ascensor y ver una caja de limones dentro. Olorosos, apretados, grandes y recién cogidos del árbol, de esos que dan alegría a una ensalada, a un buen pescado o que incluso decoran una cocina, sin más aditivos. Un vecino con un nutrido huerto cuajado de frutales comparte cada semana sus frutos con sus compañeros de descansillo para que estos no se pierdan.
El primer día que mi amiga los vio, saludando en ese loco artefacto que nos lleva de arriba abajo y que en ocasiones nos hace temer por vuestras vidas, pensó que alguien los había dejado olvidados. Tal vez había hecho varios viajes y volvería a recogerlos.
Cuando regresó por la tarde seguían allí, huérfanos, aunque menos nutridos. Faltaba más de la mitad. Al despertar se encontró de nuevo con ellos y a los pocos días volvió a ver una caja llena de limones, esperando quieta ser vaciada. Esta vez tenía una nota: “Queridos vecinos, dejo estos limones aquí para que cojáis los que necesitéis, lo haré habitualmente”. No tenía firma y la historia se me quedó enroscada en la cabeza.
Viajé a mi infancia y recordé cómo en el rellano de mi casa siempre había judías verdes, guisantes, manzanas o castañas. Muchas tardes sonaba el timbre mientras hacía los deberes y era “la Enriqueta”, que nos traía verduras de su huerto, acelgas o berza, “la Cris” con su sonrisa tímida de cascabeles nos regalaba manzanas de Sepúlveda, Obdulia y Ana plátanos maduros de su frutería, manzanas “de las rojonas”, como las llamaba yo, y melocotones con los que mi madre hacía unas mermeladas y bizcochos deliciosos. La Mercedes se quedaba demasiado tiempo tomando cafés eternos, pero lo suplía con aquellas setas deliciosas llamadas “perrechicos” que tanto añoro. Podría enumerar mil caras risueñas y manjares que nunca me sabrán como aquellos, “la Isabel” y sus rosquillas, “la Presen” y sus galletas, “la Alicia” y sus sopas de ajo, “la Nati” y Jesús y sus chorizos picantes de La Rioja, “el Ángel” o “la Mari”. Me sorprende no poder evocar sus nombres sin poner ese artículo delante, tan castellano, sin el que parece que no son ellos mismos. De hecho, cada vez que visito a mis padres y me los cruzo en la escalera, me sonríen y saludan sorprendidos, porque para ellos siempre seré “la Montsines”, aunque sea ya una mujer adulta cuya sonrisa, eso sí, no ha cambiado.
Éramos un edificio donde el trueque convivía entre pucheros y saludos. Mi padre arreglaba todo lo que se les rompía, tuviese el mecanismo que tuviese, y a cambio nuestra cocina siempre estaba bien nutrida. Nunca me acostumbraré a que hoy, en mi edificio, la mayoría ni siquiera me saluden al pasar, aunque lleve 14 años habitando sus esquinas. De hecho, el otro día, me olvidé una bolsa con carne y embutido tras hacer la compra, y a los cinco minutos, mientras ordenaba todo y comprobé que no estaba, ya había desaparecido. Algún vecino debió pensar que yo era como ese delicado hombre que regala limones con cariño, y se hizo con mi jamón, con mis chuletones, con mi queso sin lactosa y con mi carne picada sin ningún remilgo. ¡Qué diferencia entre unas puertas y otras y qué tristeza no poder confiar en quienes te rodean!
No obstante no está todo perdido porque algunas tardes mi timbre, el del hogar que ya es más mío que el familiar, también suena. Son Jana y Fer, quienes desde el otro lado del rellano organizan cenas, nos traen postres deliciosos y siempre están atentos si necesitamos lo que fuere. Érika, quien vive una planta más abajo, pasea a RAE cuando no llegamos a tiempo, y se queda de canguro, compartiendo “tutelaje” con ellos cada vez que viajamos. Entre nuestras casas viajan a menudo táper con recetas que compartimos. De hecho, nos conocimos porque una tortilla que cocinaba necesitaba más huevos y tuve que salir a buscar quien pudiera surtirme de tan noble producto, en zapatillas y con la vergüenza cosida a las tripas. ¡Bendita carencia que me regaló a dos de mis mejores amigos y que, desde entonces, no nos ha separado!
Nuestro portero Toni nos desea cada mañana con la alegría y con la energía de la gente feliz y noble los buenos días, y cada vez somos más los que charlamos, nos ofrecemos para lo que hagan falta y buscamos recuperar las buenas costumbres que hemos visto en nuestras casas y que echamos tanto de menos. Así que sigo creyendo en esto de hacer comunidad porque si la vida te da limones, lo mejor es hacer una buena limonada. No se olviden nunca de sonreír y de compartir lo que les sobra con aquellos que les rodean, les aseguro que llenará de vitaminas sus vidas.
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