No hay mejor madre que la propia. Como la receta secreta de sus croquetas, que nadie será capaz jamás de emular, hay un secreto que palpita en su pecho, en el color de su voz, en sus abrazos y en sus consejos, que es indescifrable, indescriptible y único.
No voy a entrar a discutir con ustedes por qué mi madre es tan especial ni de qué manera me enseñó desde pequeña a quererme, a confiar en mí, a escribir, a pintar y a cantarle al mundo que soy la persona que quiero ser y que estoy orgullosa de la familia que me ha tocado. No necesito defender que supo hacer ver que mi hermana acabaría siendo mi mejor amiga, aunque durante algunos años ella no soportara mi intensidad, ni cómo el amor lo puede todo. Es innecesario que les desgrane los entresijos de una infancia feliz, en la que ir de camping, buscar setas, caracoles o luciérnagas eran los mejores planes de mundo, y donde creí, incluso, que las verduras lograrían curar mi miopía o Jorge Sanz podría verme al otro lado del televisor. Los Reyes Magos, el Ratoncito Pérez, “Los Diminutos” y “David el Gnomo” fueron personajes reales, dijeran lo que dijeran las monjas, durante más de una década y los cuentos en su boca sonaban tan reales que a veces necesitaba taparme hasta las orejas con la manta para evitar que habitaran mis sueños.
Coincidirán conmigo en que nuestras madres, que son las mejores del mundo, deberían ser inmortales y acompañarnos siempre. Aunque a veces les contestemos mal o les recriminemos que nos repiten demasiado las cosas, no concebimos una vida sin ellas y, tras cada llamada, visita o cumpleaños, nos atenaza el miedo de poder perderlas o de que les ocurra algo malo. Algo ocurre y con el paso de los años los hijos nos comportamos de pronto como padres y ellos adoptan el rol de rebeldes con causa. Les decimos lo que deben hacer, comer o decir, y nos aterra que alguien o algo pueda hacerles daño. Debe ser porque hemos cambiado y de pronto nos hemos convertido en seres grandes y fuertes y ellos, que antaño fueron gigantes, comienzan a hacerse más pequeños e inseguros.
No hay mejor madre que la propia. Créanme cuando les digo que la mía todavía me envía cajones de más de 20 kilos cuajados de sus conservas, cuyas mermeladas de mora y ciruela, pimientos asados, tomate frito, pisto casero, bonito en aceite o judías verdes me hacen la vida más sabrosa y me devuelven las sonrisas de unos años en los que no sabía lo que era el dolor, ni el terror, ni lo que era hacerse viejo. Mi intolerancia a la lactosa se suplía en mi casa con bizcochos, bombones y helados caseros, y mi tendencia a la sociabilidad que me llevaba a irme con cualquiera que me pidiese que cantase y bailase sobre una mesa imitando a Marisol, fue controlada creando en mi habitación todo un parque de atracciones donde no existiesen los peligros.
Hoy es el día de la madre y no estoy con ella… ¡o sí! porque tengo la suerte de saber que su risa cantarina y contagiosa estará ahora mismo sonando con fuerza, mientras brinda con mi padre, con mis hermanos, cuñados y sobrinos, por la pobre Montse que estará currando. Hoy es el día de la madre, de la mía, de la suya y de las nuestras, y este artículo va por ellas, por las mujeres que cambiaron el mundo, las que fueron las primeras en votar, nos educaron para ser felices sobre todas las cosas, y son las mayores heroínas de nuestra historia.
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